La vista se me nubla. Ya casi me es imposible mantener mi
conciencia viva. Una arrebatadora tormenta de susurros se hace conmigo, me mece
suavemente entre caricias lascivas y mullidas risas.
Si, es otro día más
en la prisión de la razón. Entre cactus
lejanos y mesetas de áridos atardeceres. Una carretera hacia la nada, un camino
a la continuidad eterna. Y ahí estoy, en ese encierro donde la libertad es una
sarcástica carcajada de espinas. No tengo agua, ni comida, solo doy pasos
vacilantes sobre el abrasador asfalto.
De pronto, sobresaltado, elevo la mirada. Mis ojos se
deshacen en turbias y densas nubes de vapor, volando hacia el infinito del
cielo despejado. Atenazado, contemplo dos figuras de aves de rapiña que vuelan
en círculo sobre mí, símbolo de condena apócrifa, de la mentira perpetua.
Desvalido pero no vencido, intento patéticamente dar un paso más, pero mis
piernas dejan de obedecerme, debido a la extrema fatiga, y caigo, postrado, ante
mi inexorable destino. Ni un paso más, ni arrastrándome, de ninguna manera,
puedo avanzar. Las bestias cada vez vuelan más bajo, y logro discernir con más
exactitud sus formas.
Brutales y burlescas, las enormes aves, con la cabeza
desplumada, cadavérica, y un afilado pico negro como el azabache, chillan
histéricas ante su futura presa. Sus alas, enormes y fuertes, tienen un plumaje
grisáceo, como si antaño hubiesen sido de brillantes colores, y ahora, debido a
su vil comportamiento, lo hubiesen perdido, como castigo divino. Sus garras,
afiladas como cuchillas de afeitar, cada vez estaban mas y mas cerca. Temía
como nunca, por mi próxima tortura y posterior muerte.
Terrorífico aullido proferí, que hizo que todo se
desvaneciese a mi alrededor. Ningún ave,
ningún desierto, nada más que mi habitación un día más. Todo fue un engaño
provocado por mis ojos de vapor.