miércoles, 30 de noviembre de 2011

Y dejé rasgar mi atemporalidad por siquiera un instante.

Los tímpanos florecieron como suculentas rosas de floresta virgen. Mi aliento se transformó en algo mas veloz que una golondrina en pleno vuelo, y de mis dedos empezó a brotar dolor, absurdo, risa, fantasía de intelectuales venidos a menos. Intermitentemente reacciones químicas en algún lóbulo de mi cabeza, qué se yo, me hacían moverme, víctima de mi espasmo inspiratorio, saltando de un párrafo para otro, vomitando prosaicos y lujuriosos seres venidos de mas allá del esperpento de Max Estrella. me sentía poseído, esa luz que de mi nacía, ese brillo de doctor chiflado, esa sonrisa de chiquillo que acaba de matar a su mejor amigo por un puñado de dólares, esa injusticia anónima que me producía jugar con las palabras, caldo de sabiduría y empeño, licor destilado de las sinapsis de mis neuronas.
No. ya no podía parar. la música, in cresccendo, o lo que quisiera ser aquello, me impedía detenerme, debía continuar, ese sonido, esa voz, esa sirena mortal que sonaba como el trino del diablo me maravillaba y aterraba a partes iguales. Mis ojos ya hacía tiempo que se habían escapado de sus órbitas para poder unirse a mis falanges en aquella danza mortal.
Al cabo de un momento, la música cambió su velocidad, y su potencia. Aún sin ojos sabía exactamente qué estaba plasmando frente a mi. Mis dos esferas oculares me guiaban sin reparo por el mundo de la invidencia demencial. Me relajé unos instantes, la tempestad de notas musicales estaba por llegar. Temía que granizasen corcheas, pero seguía corriendo por el campo de lo intrínsecamente bizarro. Ahora notaba como mi cuerpo se deshacía de mi, Y lo veía huyendo, dejando tras si un reguero de ideas delirantes encharcadas de sangre.
las sirenas habían vuelto. Estallaba una guerra en mi cabeza. Los cañones sonaban, y mi mente se balanceaba entre las nubes de azufre como un enfermo se retuerce de dolor en la cama, solo que con una suavidad digna del mismo Paganini al ser poseído por Belcebú. Los sonidos, la irracionalidad, todo rondaba macabramente, y yo reía, y todo se cernía mas y mas, y no paraba de gritar el nombre de algún dios que nunca llegó a conocer el hombre, hasta que, víctima de una brutal sobredosis de innata inspiración, la consciencia se esfumó, estallo de la forma mas asquerosa y horrenda posible, llenando de viscerales pensamientos y pus de ideas a todos los niños que se habían congregado a mi alrededor.
Descartes estaba equivocado. En ocasiones pienso. Y es en esos momentos cuando verdaderamente no existo.

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