Y tambien a meditar. Atravesé el umbral que daba al porche, y con la parsimonia de un monje budista, saqué de mi bolsillo la arrugada cajetilla de cigarrillos chesterfield, y el desgastado y azul mechero. Era tarde, muy tarde, y entre los retazos de deshechas nubes tormentosas timidamente se asomaba la blanquecina y fría luna llena, en su explendor invernal. Prendí el mechero y lo aproximé al cigarro que ya se sujetaba entre mis labios. El tabaco, al hacer contacto con el encendedor, empezó a arder con voluptuosidad para luego transformarse en jirones de humo.
Había un silencio sepulcral, casi como el que se siente al entrar en algunos edificios de gran majestuosidad, tales como catedrales u olvidados palacios de otras explendorosas épocas. Por ello, el crepitar del papel al verse consumido por mis
largas caladas sonaba casi como la percusión tribal de algunas tribus abandonadas por el tiempo y el espacio.
Mientras todo esto tenía lugar, este costumbrista acontecimiento que se produce incontables veces a lo largo del transcurso del día, yo tenía la cabeza posada sobre un maravilloso recuerdo. Un rostro, hermoso y enigmatico, me turbaba constantemente. Sus labios, carnosos y suaves, me venían a la cabeza de nuevo, unos labios en los que cada noche posaba los mios, para despertarme de nuevo y darme cuenta que tan solo era un sueño demasiado real. Sus ojos, oscuros, grandes y profundos, me arrastraban consigo como un potente agujero negro, y a la vez me cegaban con la potencia de un quásar. Su pelo, ah, su pelo. Una nebulosa en formacion, una tormenta en medio del atlántico, ¿Como describirlo?. Su piel, bronceada y lisa, poseedora de una belleza exótica.
Todo este caótico conjunto, ordenado con la perfección de la medida aurea, multiplicaba exponencalmente la atracción que sentia hacia ella. Era como una musa platónica, algo tengible pero a la vez de ascendencia divina, algo que es mejor no tocar por miedo a intervenir en tan perfecta composición.
Mientras componía estas quimeras en mi cabeza, el cigarrillo terminó por consumirse. Arrojé la colilla a un lado, y volví a entrar con una sonrisa de oreja a oreja, como un niño cuando le regalan una bici nueva.
Cerré la puerta, y miré la hora. El jardín de las delicias me esperaba perdido en los dominios de Morfeo.
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